Sábado, 25 de enero de 2014.
Para mí otro sábado más. Me levanto temprano para ir a pasar la mañana en la
biblioteca haciendo lo que todo buen estudiante hace: mucho postureo y un par
de leídas a los apuntes. La tarde pintaba de lo más normal: siesta, un
partidito de fútbol (para qué engañarnos, solo soy bueno en el FIFA y casi ni
eso) y una cena en petit comité con mis dikaientes para celebrar,
5 días más tarde, mi vigésimo segundo cumpleaños.
Empezaré diciendo que he sido
víctima de un complot a gran escala que, para mi pequeña neurona, era
absolutamente inconcebible – sigo en estado de shock y con cara de póker.
Quedar para ir a un restaurante para acabar yendo a otro, algún que otro
desplante, e invitaciones para ir al cine en el momento más inoportuno son
situaciones que pasaron totalmente desapercibidas para mí.
Tuve suerte al encontrar un sitio
donde aparcar, exactamente delante del restaurante de segunda elección (casi
siempre tengo suerte en esto), y al entrar pregunté a ver si había una
mesa para cuatro. La respuesta de la dueña del restaurante fue un “Sí, claro,
pasa”. Me dijo que pasara pero no me avisó de lo que me esperaba ahí dentro. Por mi parte ninguna sospecha...
¡¡¡¡¡SORPRESA!!!!! – subidón de
adrenalina y cara de alucine. Ahí estabais todos, de una manera u otra, más de
20 amigos y amigas de todos mis ámbitos: el colegio, la carrera, el club de
debates, Mrs. President & Co., todos. No salí de mi asombro, de hecho ahora
que estoy escribiendo esto sigo perplejo. ¿Qué habré hecho para merecer
semejante regalo? De verdad que esto solo te lo pueden regalar los mejores. A
pesar de haber comido varias veces en ese restaurante, la comida me supo mejor
que nunca. No se podía pedir más.
No puedo ni imaginar el tiempo
que invertisteis en esto, seguramente me asustaría saberlo. Sois una bendición que espero que dure por mucho tiempo, le
pido a Dios que me regale vuestra compañía año tras año y que me haga merecedor
de vuestra amistad. Habéis hecho que me sienta querido y eso no tiene precio, jamás lo olvidaré.
No quiero ponerme muy empalagoso, pero las cosas hay que decirlas como son. Posteriormente a la cena hubo un pequeño copeteo - véase zumo de naranja en mi caso - para rematar la noche con un subidón de azúcar (no demasiado zumo que luego había que conducir). Al volver a casa empecé a procesar la noche y, en fin, la cara de embobado no se me ha quitado aún. No sabéis la paz y la alegría con la que me fui a la cama. Gracias, gracias, y gracias.
Dicen: “dime con quién andas y te
diré quién eres”; gracias a vosotros soy el mejor. Os quiero, amigos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario