Son sutiles, aunque constantes,
los cambios que se dan en el día a día, y que se han dado entre estas última
generaciones. Puede que la mía sea una “generación bisagra” que, aunque en
parte no ha vivido de forma marcada un antes y un después del auge de la
tecnología, ha crecido sumergida en una cultura capitaneada por los megabytes.
Como todo, una parte de su impacto ha sido increíblemente positiva: ¿quién se
iba a imaginar mandar en cuestión de un segundo o menos un mensaje a la otra
punta de la Tierra? O trabajar con gente que ni siquiera conocemos en persona.
Se trata de un mismo tipo de relaciones llevadas a cabo de formas diferentes.
El impacto negativo es lo que no vemos los “privilegiados del primer mundo”, o
lo obviamos. De todos modos este artículo no se va a centrar en este punto, ya
hay millones de artículos rondando internet para criticarlo y esta vez no me
voy a sumar. No por hacer oídos sordos, sino por enfatizar en otra de las caras
del diamante.
Como miembro de la “generación
bisagra” a la que pertenezco, tengo que decir que en muchas situaciones me he
visto entre dos mundos: el real y el que las generaciones anteriores pelean por
mantener a flote. No considero que esto sea bueno o malo en sí, solo que la
forma de llevar a la práctica algunos criterios (buenos) ha cambiado de forma
radical y ha pillado desprevenidos a muchos. Poco a poco veo que trabajamos
para que las etiquetas que ponemos a los demás solo queden restringidas a las
fotos de Facebook, que la vida no va de ser de derechas o de izquierdas porque
se trabaja mejor con las dos manos y creando puentes, que “el otro” o “el de
fuera” necesita empatía y comprensión antes que rechazo y que lo que trae
consigo – cultura, religión, conocimientos y experiencias – no contamina
nuestra feliz burbuja sino que la expande para enriquecerla hasta adquirir el
tamaño del universo.
Lo llaman globalización. Son
trece letras que abarcan un concepto que está marcando el siglo XXI. Es una
ventana a la verdadera apertura y el diálogo intercultural, interreligioso y político.
Todo esto suena muy bien, y cuanto mejor suena más responsabilidad conlleva.
Demasiados prejuicios llevan sembrados durante siglos y que nos toca a nosotros
reducirlos a cenizas, demasiada comodidad mental respecto a lo importante que
debemos vencer en el día a día, demasiados “yo y los míos” y pocos “yo por el
prójimo”. Es una oportunidad que, para muchos, se quedará grande porque van a
rechazar este fenómeno que, a mi parecer, es inevitable. Si algo hemos
aprendido de la vida es que hay que adaptarse y encauzar los cambios al mejor
de los destinos, dejarnos ser “hijos de nuestra época”, aceptarlo y
dignificarlo.
Una época exigente que necesitará
gente exigente. Confío en que cuando oigamos “van un español, un americano, un
árabe y sudafricano”, dentro de unos años, nos venga a la cabeza una simpática
imagen de un grupo de amigos en vez del comienzo de un chiste. Confío en que,
algún día, hagamos honor a lo que somos – seres humanos – y nos toleremos de
verdad sin tropezar con la piedra de la hipocresía y caer en el pozo del
relativismo. El esfuerzo comienza en nuestro interior para, luego, reflejarse
en el mundo y los demás. Tampoco soy fan de que tengamos en mente conceptos
gigantes y utópicos como “la paz mundial” o “erradicar el hambre en el mundo”,
porque suenan muy bien pero su tamaño frustra, como es normal, a todo aquel que
piensa en ellos y que se ve atado a su vida. La solución no creo que sea quedarse
de brazos cruzados, sino haciendo pequeñas contribuciones personales diarias:
una sonrisa para el otro, un saludo agradable, un pan para el que lo necesita, un
“no pasa nada” al que se equivoca, y al “otro”, acogerle, porque quién sabe si
tú lo serás mañana.
Algunos dicen que “cualquier
tiempo pasado fue mejor”, con nostalgia en su mirada. Puede que a veces sea
verdad, pero ciertamente no es determinista. Yo prefiero decir “el presente es
la oportunidad de mejorar el pasado y forjar un futuro más esperanzador”. Así
que adelante, generación bisagra, este es nuestro partido y nos toca salir a la
cancha a jugar. Vamos a darlo todo.